
A los doce ya sabía que los trineos no volaban, que el único gordito y barbudo que existía era mi papá.
Que el único que mordía los tapabarros de mi bicicleta era Happy, mi perro, y que no existía más árbol que el álamo en la esquina del parque de frente a mi casa.
A los trece ya ladraba el perro con voz de hambriento, lloraba el niño de la criada en la hacienda de Pocollay y alguien ya se cagaba en el puto Zarzalejo mientras dos trenes huían del Termini y tres buitres salían trotando de Atocha con rumbo a Sanz.
Los catorce ya los sentía volar y a mi piano Roger & Campbell le llovían ideas sueltas cuando a la hija de mi vecina se le ocurría pasar por una copa de absenta a la hora de mi desayuno.
Los quince cayeron por deuda con el viaje a un paraíso perdido en el sur de la virgen América para conocer otro mundo paralelo en donde hablan las calles de amor y ternura y de odio y tristeza.
Salían al centro vigías agitando banderas de sabrá Dios qué gentes perdidas que marchaban en fila para honrar a su patria de la forma más ruda y estúpida de rendirle homenaje a una musa irreal.
Los dieciséis me han tomado por sorpresa sentado en el asiento trasero del Mark II de mi papá. Y a mi vida le empiezo a sentir el sabor amargo que tienen los besos cuando los das por compromiso.
Diecisiete aun no tengo pero ya están por llegar, mas sólo espero que no me tomen por sorpresa cuando a la hija de mi vecina se le ocurra pasar no sólo por una copa de ajenjo a la hora en que me den ganas de amar.
Carlos Lanfranco Teullet